Sobre las poetas muertas
Es de sobra conocido que Sylvia Plath murió metiendo la cabeza en un horno de gas. No es tan conocido que sucedió durante una ola de frío. Las tuberías de su piso, que había alquilado tres meses antes con gran entusiasmo (previamente residencia de Yeats, mirando a Primrose Hill) se congelaron para luego reventar. Los apagones se sucedían y era prácticamente imposible encontrar velas en la ciudad. Sus dos hijos enfermaron con rapidez. Madre soltera viviendo en el país de su exmarido tras un divorcio humillante, Sylvia, trabajadora incesante, enferma crónica de depresión, estaba ya en una situación crítica. «La mayor dificultad es que Ted [Hughes] está en lo más alto de su carrera ahora mismo», le escribió a su madre, Aurelia, el octubre anterior, «y toda la gente que podría darme trabajo son amigos suyos».
En su correspondencia, su madre le ofrecía la posibilidad de volver a los Estados Unidos. Ella se negaba. No quería mudarse con sus hijos, ni alejarles de su padre y darle excusas a este para no pagar su manutención, y sentía que su carrera estaba despegando… Pero, además, tenía algo en Reino Unido que no podía permitirse en EEUU: atención sanitaria. Su primer intento de suicidio, en 1953, estuvo motivado en parte por el reconocimiento de que su familia no podía permitirse los cuidados que necesitaba. Cualquier tipo de tratamiento era caro, los ingresos eran prohibitivos. Fue Olive Higgins Prouty, su benefactora, quien pagó su estancia en un hospital psiquiátrico en aquella ocasión. En Reino Unido, su matrimonio con un ciudadano les garantizaba a ella y a sus hijos cobertura sanitaria completa.
Sylvia sabía que era una cuestión de vida o muerte: reconoció la enfermedad debilitándola, su urgencia, y buscó ayuda. Su nuevo piso, además de por la brillante placa azul que recordaba que W. B. Yeats había vivido allí, le resultó atractivo porque la situaba cerca de su médico de cabecera, John Horder. «Qué alivio poder contar con el maravilloso y comprensivo doctor Horder», escribió. En las semanas previas a su muerte, Horder la visitó diariamente, le prescribió un antidepresivo –medicina modernísima por aquel entonces– y trató de encontrar una cama para ingresarla; en plena ola de frío, los hospitales estaban colapsados. Como alternativa, solicitó una enfermera a domicilio para Sylvia. Fue ella quien la encontró en la cocina aquella mañana.
El invierno parecía no acabar nunca. La publicación británica de La campana de cristal no fue lo que Sylvia esperaba, la promesa de su carrera y su vida independiente en Londres se extinguía. Un frío histórico avanzaba, implacable. Sylvia estaba agotada. Atenazada por el insomnio, se levantaba de madrugada para escribir los últimos poemas de Ariel mientras los niños dormían. Perdió quince kilos. En la última carta a su madre, insistió: «No podría permitirme vivir en América… Aquí dispongo de los mejores médicos sin cargo, y con los niños es una bendición… Sencillamente tendré que luchar para poder permanecer aquí sola». Y se despidió: «Voy a visitar a una mujer médico, gratis con el sistema público de salud, que me ha recomendado mi buen médico de cabecera, y ella me ayudará a soportar estos tiempos difíciles. Da recuerdos de mi parte a todo el mundo».
Tal vez nos resulta más fácil mirar la experiencia de una mujer desesperada ya en su muerte. Lavar su angustia en la piedra del heroísmo, obviar su desarraigo para no tener que reconocer el nuestro propio. Mitificar su historia y su obra en un martirio. La voluntad de morir en relación pura con su desenlace. Y así no hay que mirar: el abandono institucional criminal, las violencias íntimas y domésticas, el fracaso social ante el dolor ajeno, la discriminación sistemática a ciertas personas. La voluntad de vivir, que también existe. Perdura Sylvia Plath y perdura lo que la mató. Perdura Alejandra Pizarnik y perdura lo que la mató. Si su muerte fue una decisión individual, su suicidio algo romántico y rebelde, no hay más causas. No hay más responsabilidades.
En mi edición de Ariel (Hiperión, 1989) Ramón Buenaventura apunta que FILO es el último poema que escribió: «La despedida es irrevocable y definitiva. Nunca he podido comprender por qué no es este el poema final del libro». Sus pies/ desnudos parecen decir:/ hasta aquí hemos llegado, se acabó. Ted Hughes, habiéndose concedido licencia para decidir tanto sobre la obra como la memoria de Sylvia, colocó PALABRAS, escrito el 1 de febrero de 1963, para cerrar el libro: palabras secas, estrellas fijas que rigen una vida. Una oscuridad predestinada que lo engulle todo. Pero Sylvia dejó señalado un poema para el cierre de la colección. Se titula INVERNANDO, y está fechado en octubre de 1962. En una obra sobre la muerte y la resurrección, eligió esta despedida:
¿Sobrevivirá la colmena? ¿Lograrán los gladiolos
ahorrar lo suficiente de sus fuegos
para llegar al año próximo?
¿A qué sabrán los eléboros negros?
Las abejas están volando. Notan el sabor de la primavera.
La traducción de todos los versos es de Ramón Buenaventura; la de las citas de las cartas, mía propia. Esta perspectiva es posible gracias al trabajo de Anne Thériault.