6 min read

Sobre las hifas

Publicado originalmente el 16 de marzo de 2021
Sobre las hifas
Sin título Nº 1673, Minnie Pwerle (1910-2006)

En el segundo volumen de la trilogía El problema de los tres cuerpos, el ingeniero mecánico y autor de ciencia ficción Liu Cixin propone su solución a la paradoja de Fermi: la teoría del bosque oscuro. Si el Universo es infinito, y existen innumerables estrellas similares al Sol con innumerables planetas que podrían parecerse a la Tierra, ¿por qué parece que somos sus únicas formas de vida? Hemos mandado sondas interestelares, grabaciones en discos de oro, señales de radio, y nadie ha respondido. Podemos asumir que no hay nadie que pueda responder. O, como Cixin, que el Universo no es tanto un espacio vacío como un bosque tenebroso, sumido en la noche y el silencio, lleno de vida pero en el que nada se mueve. En las tinieblas, los animales depredadores acechan, y los que podrían ser sus presas se esconden. Por eso no hay respuesta.

Yacey Strickler propone que Internet se está convirtiendo en el bosque oscuro imaginado por Cixin. La idea tiene su mérito. Ante los anuncios, la vigilancia, la extracción de datos, la polaridad, y las emociones provocadas y explotadas por las grandes empresas de las redes sociales, cada vez más personas renuncian a las ágoras públicas de internet y buscan refugio en espacios pequeños, curados y en los que se reserva el derecho de admisión (o respuesta). Newsletters como esta son parte de esa resolución; también chats grupales en distintos medios, canales de Telegram, cuentas privadas, o los podcasts. Y así, aunque la actividad del muro de Facebook haya disminuido drásticamente en los últimos años, la inmensa mayoría de usuarios sigue conectándose a Facebook para chatear en grupo o formar comunidades en páginas privadas, o personas que en apariencia apenas utilicen Instagram pueden estar publicando en la aplicación varias veces al día, solo que con visibilidad limitada por lista de “personas favoritas”.

Estos canales digitales casi privados pueden ser un medio de expresión más libre, pero también un circuito cerrado con posibilidades muy peligrosas. Dice Marta Peirano en El enemigo conoce el sistema que los grupos privados dentro de plataformas como Facebook, Instagram o WhatsApp «son evoluciones del mensaje privado de usuario a usuario que ha sido reconvertido para ayudar a las empresas de marketing a viralizar contenidos en supergrupos seleccionados. Permiten una viralidad extrema combinada con el secretismo. […] Una red de distribución coordinada puede enviar un mensaje a mil doscientas ochenta personas en cinco grupos. Si cada una de esas personas pueden reenviar el mismo mensaje a otros cinco grupos, el contenido puede llegar a millones de personas en pocos minutos con un coste cero». Esta fue la técnica de propaganda que utilizó la campaña presidencial de Bolsonaro. Alcance de millones de personas, a coste cero, en un medio opaco para el exterior, y en espacios donde el usuario se siente protegido de influencias externas. Millones de personas con la guardia baja.

Estas observaciones no me parecen tanto ejemplos de los peligros que entraña la comunicación digital como de la inmensa influencia inconsciente que ejercemos las personas unas sobre otras. Los efectos sociales que antes estaban limitados a nuestro alrededor más inmediato ahora viajan largas distancias, afectando a un número de personas indeterminado pero exponencial, con consecuencias complicadas y a menudo impredecibles. Al contrario que Liu Cixin, yo no puedo imaginar un bosque en silencio. El silencio es un fenómeno extraterrestre y un concepto imaginario para los humanos y cualquier otro habitante de este planeta. Un bosque en silencio es un bosque muerto. Queda mucho para eso.

Creo que un ejercicio mucho más útil es tornar la imaginación prestada al espacio exterior de vuelta al suelo. Nuestro suelo, un suelo calentado repleto de habitantes estresados, adaptándose a un mundo herido. Merlin Sheldrake abre su libro La red oculta de la vida, sobre la biología-ecología de los hongos, con su cuaderno de campo en la selva. Sigue la raíz de un árbol, raspando y cavando, hasta llegar a un micelio. Eso era lo que estaba rastreando: la red fúngica, evidencia de comunicación compleja, humanamente incomprensible, a través de la tierra. «Sin esta malla de hongos, mi árbol no existiría. Sin estas redes, ninguna planta existiría…». El suelo se mueve bajo sus pies. El suelo habla, pero hay que aprender a escucharlo. En una convención sobre hongos en la que participó Sheldrake, él y otros biólogos expertos fueron dándose cuenta de que la ciencia se estaba transformando en sus conversaciones: «Hablar de individuos ya no tenía sentido. La biología –la ciencia que estudia los seres vivos– se había convertido en ecología –el estudio de las relaciones entre los seres vivos–». Los hongos, con sus formas de vida e inteligencia, desafían lo que sabemos sobre el “reino animal”, sobre la naturaleza, y sobre nuestro papel en ella.

«La mayoría de los hongos forman redes de muchas células conocidas como hifas: finas estructuras tubulares que se ramifican, se fusionan y se enredan en la anárquica filigrana de micelio» explica Sheldrake. Esta imagen me acompaña desde mi formación primaria: todo está conectado. Microscópicamente, invisible, la vida se comunica y persevera. Prosigue: «Desde el punto de vista de la hifa, el micelio es una multitud. […] Una red de micelio es un mapa de la historia reciente del hongo, y un recordatorio útil de que todas las formas de vida son, en realidad, procesos, y no cosas». Siglos de filosofía antropocentrista (legado de Aristóteles y otros) y mecanicista (legado de Descartes y otros) han creado una mirada que resulta completamente miope. Tan antigua e importante parece en escala humana, tan insignificante es en realidad respecto a la historia de la vida en la Tierra. Y ahora, sumidos en una devastación ecológica que se ha hecho evidente e inescapable, mirar al suelo, hundir los pies y las manos en él e investigarlo, nos recuerda que no podemos ser el individuo que la Ilustración prometió a los hombres. Ni nuestro cuerpo es una máquina ni podemos sobrevivir por nuestra cuenta. Somos procesos, y esos procesos están conectados entre sí, tal vez hoy más que nunca. ¿Qué es internet si no una anárquica filigrana de conexiones humanas?

Nuestro “micelio” humano no puede cultivarse y estudiarse bajo un microscopio, pero lo estamos extendiendo cada vez que interaccionamos. A finales del siglo pasado, el investigador James Carey propuso que la comunicación es «un proceso simbólico a través del cual la realidad es producida, mantenida, reparada y transformada». Su teoría de la comunicación como ritual revolucionó los campos de estudio de la comunicación y la cibernética. Con ella en mente, no sorprende tanto esta relación que establece Sheldrake entre micelios fúngicos y humanos:

Las interacciones sociales nos exigen mucho. Según algunos psicólogos evolutivos, los cerebros grandes y los intelectos flexibles surgieron para permitir movernos en complejas situaciones sociales. Hasta la interacción más pequeña está insertada en una constelación social cambiante. En su etimología anglosajona, la palabra “entangle” (enredar, involucrar) se utilizó por primera vez para describir dichas interacciones humanas, o nuestra implicación en “asuntos complejos”. No fue hasta más tarde que la palabra adquirió otros significados. Los seres humanos desarrollamos la inteligencia, de acuerdo con esta teoría, porque estábamos involucrados en una exigente oleada de interacciones.

«¿Qué hacer cuando el mundo está empezando a derrumbarse? Por mi parte, salgo a dar un paseo, y si ese día tengo suerte, encuentro setas». Anna Tsing se fue a buscar setas en la investigación para su libro La seta en el fin del mundo. En concreto, de la especie Matsutake, muy codiciadas en Japón por su olor y su relación con la historia de la nación, pero que a duras penas aparece ya en su territorio. El matsutake fructifica en bosques de pino rojo, y se ve favorecido por la intervención humana. Crece en cicatrices del paisaje donde parece que nada puede crecer. Tsing le sigue la pista al hongo, a las gentes que practican la recolecta y venta de su fruto, y al significado que se crea a su alrededor. Las setas son productos particulares porque los hongos prosperan incluso en condiciones de precariedad, es decir, «en una vida sin promesas de estabilidad». Para Tsing, la tenacidad del matsutake al perpetuar su presencia en terrenos inhóspitos es un vehículo para explorar las ruinas en las que se han convertido los ecosistemas. Hacer y deshacer mundos no es una capacidad exclusivamente humana: todos los organismos generan los espacios que habitan, alterando tierra, aire y agua. «Supongamos que una “primera naturaleza” consiste en las relaciones ecológicas (incluidas las humanas) y una “segunda naturaleza” en las transformaciones que el capitalismo ejerce sobre el medio ambiente. Propongo aquí una “tercera naturaleza”: aquello que consigue sobrevivir a pesar del capitalismo. Las formas de vida conectadas (“entangled”) y sus historias».

Después de siglos de método científico estamos empezando a entender ahora las limitaciones de nuestro intelecto colectivo, y de nuestras separaciones. En los albores de internet, se prometió una herramienta de comunicación sin límites, y estamos descubriendo lo que eso significa. En los albores de la industrialización, se prometió un progreso sin límites, y estamos descubriendo lo que eso significa. Pensar en los hongos me ayuda a no pensar en el cataclismo climático, o al menos a plantear sus cuestiones de otra manera. ¿Qué podemos hacer ante tanto deterioro? ¿Cómo podemos movernos entre la precariedad de nuestras condiciones? ¿Y si la promesa de estabilidad fue siempre un espejismo, una ilusión mantenida a expensas del sufrimiento de innumerables otros? Tal vez solo nos quede tender nuestra presencia, nuestra atención, nuestro cuidado, nuestro cariño, hacia allí dondequiera que se encuentre alguien más. Propagar las hifas, hacer micelio.