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Sobre la segunda persona

Publicado originalmente el 26 de abril de 2021
Sobre la segunda persona
Homos Luminosos, Roseline de Thelin (2016)

En 1975, el crítico literario Philippe Lejeune publicó El pacto autobiográfico. Pensador obsesivo, influido por su fijación y posterior desilusión con el psicoanálisis que marcó el ritmo de la intelectualidad del siglo XX, Lejeune compuso “el pacto” para explicar sus propios instintos como autor y como lector de autobiografía, demarcar unos límites con la ficción.

«La autobiografía es el género literario que, por su contenido mismo, señala la confusión entre el autor y la persona». Su pacto consiste en que el autor se identifica como protagonista de la obra que escribe y el lector decide creerle, sabiendo que cualquier intento de narrativa implica cierto grado de desviación de la realidad, o de ficción. Así, tanto lector como autor se encuentran en un punto intermedio: la exactitud histórica es opcional, siendo indispensable «un esfuerzo sincero por vérselas con su vida y por entenderla».

Te digo quién soy, te cuento mi historia, tú me crees. Ese es el pacto. Lejeune propuso muchos escenarios para su teoría literaria, todos para el formato que conocía: impreso, grapado o cosido, con unas tapas y un lomo donde figuran título y autor; también concedió su aplicación al cine –publicó en el momento álgido del “cine de autor”–. Y, en un alarde de imaginación, fantaseó con posibilidades que le resultaban peregrinas:

«¿Quién me puede impedir que escriba mi vida llamándome “tú”? […] Es evidente que el “yo” no se concibe sin un “tú” (el lector), pero éste por regla general permanece implícito; en sentido contrario, el “tú” supone un “yo”, igualmente implícito… En una autobiografía en segunda persona, si tal caso existiera, el destinatario (tal vez uno mismo) sería el receptor de un discurso con el lector como espectador… Como en un discurso académico, uno se dirige a la persona cuya vida se cuenta delante de un auditorio, que es el verdadero destinatario».

Lejeune es hoy un anciano. Ha vivido lo suficiente para ver cómo cada miembro de la sociedad se convertía en espectador a la vez que autobiógrafo. Narramos nuestras vidas a diario para el auditorio intangible que llamamos “Internet”, nombre con el que la mayor parte de las veces nos referimos a “redes sociales”, es decir, a servicios de telecomunicación diseñados por empresas, que se pagan con tiempo y datos y que obedecen objetivos de crecimiento económico.

«¿Resulta verosímil imaginar hoy la posibilidad de una literatura anónima?» se preguntaba divertido Philippe Lejeune hace medio siglo. Ahora llevamos un dispositivo de autobiografía siempre encima, y en Internet el anonimato existe y no existe: uno de sus motores es precisamente nuestro deseo de dejar de ser anónimos, de ser reconocidos, si no ya por nuestro nombre propio por nuestras elecciones: mira lo que he puesto, lo que he hecho, lo que tengo. En esa constante toma de decisiones buscamos una respuesta que corresponda a nuestra solicitud involuntaria. Que nos corresponda. Que nos mire. Que nos reconozca.

Mira lo que soy. Por favor, dime lo que soy.

Escribimos constantemente en segunda persona. Al menos, yo lo hago. Y lo hago sin ser consciente, sin darme cuenta. Es el lenguaje del receptor esquivo, el espectador en todas partes y en ninguna. Es el lenguaje de la publicidad. «Tú puedes hacerlo», «Pregúntanos cómo», «Haz click aquí», etcétera. También de la autoayuda. Es la mano que se te ofrece amiga para luego no soltarte, que te sujeta a un brazo de distancia. Una mano que alcanza a través de la pantalla. Cierta distancia es necesaria: en un mundo virtual mediado por grandes empresas, la identidad se maneja como una imagen de marca, y lo ideal es que sea extrovertida y sociable pero también un poco misteriosa, que no deje todo al alcance de la mirada inmediata. «Estoy contando quién soy», dice cada foto, cada publicación de texto corto y largo, cada lista de reproducción pública, cada recomendación de producto multimedia. «Créeme». Pero también: «¿Es esto suficiente? … ¿Me veis?» El pacto ha cambiado. Pocas cosas resisten la incertidumbre de estos tiempos.


En la última década, cualquier persona con presencia digital (es decir, una cuenta en algún sitio) ha sentido la presión de convertirse en “creador de contenido”. En 2013 presencié por primera vez cómo compañeros de clase discutían a qué hora subir a Instagram una foto de sus vacaciones con el objetivo de alcanzar el mayor número de likes. Pronto se hablaría también de qué hashtags usar. Esta competitividad venía disfrazada de ocio, de elección libre con propósito de disfrute. Pero creaba unas expectativas que rápidamente daban lugar a decepciones personales, destinadas a ser volcadas sobre los demás –aquella o aquel que hubiera obtenido más likes que tú, privándote de esa pequeña e íntima victoria– y convertirse inevitablemente en una envidia grotesca, irresoluble. O, alternativamente, se superaba la marca esperada y el siguiente objetivo era más ambicioso, un número más alto, “llegar” a “más gente”. Sea como fuere, ahí había un gancho. Su objetivo era retenernos para que invirtiéramos más tiempo y nos aplicáramos en los usos de cada servicio. Y lo hicimos. A veces nos especializamos. Algunos incluso lo hicieron su profesión. Pero todos los usuarios somos profesionales de esto, la mayoría sin darnos cuenta.

Remedios Zafra habla a través de su obra de los prosumidores. Acrónimo de productores y consumidores, todos somos prosumidores en la red: pagamos parte de los servicios y productos con tiempo, participando en su creación. Leemos, pero también escribimos. Vemos vídeos, y ocasionalmente los publicamos. Comentamos, compartimos, difundimos. Debemos hacer para ser vistos, para estar. «Las prácticas del prosumo en Internet hacen orbitar a los usuarios entre la domesticación y la emancipación» escribe Zafra en (h)adas. «Ahora el hacer puede llegar fuera de todo “hacer” explícito, presentado como un “te doy un producto” cuando he querido decir “te doy una tarea”».

El ser prosumidores nos oculta el funcionamiento de las instituciones, de las estructuras interactivas, del diseño propuesto por empresas que influye sobre lo que podemos hacer: crear, pulir, publicar, compartir. En ese empuje por hacerlo todo por nuestra cuenta se pierde la noción de que no solo es cuestión de voluntad –ni de entusiasmo– sino de tiempo, capacidades, conexiones. Que desarrollar una habilidad requiere un aprendizaje, y una gran obra entraña siempre una colaboración plural, la participación de varias personas. Nos oculta nuestro propio trabajo y al mismo tiempo el trabajo ajeno. Esta ética –comercial– del prosumo busca automatizarnos; domesticar nuestra actividades para que nuestro consumo y nuestra producción sean predecibles y asimilables.

No somos prosumidores por voluntad propia. Los servicios que utilizamos para conectarnos a Internet nos hacen serlo. Esto se hace evidente al percatarnos de que incluso aisladas en nuestro prosumo estamos constantemente buscando unos ojos que nos miren, devolver la mirada. Buscando cómplices. Pero la pantalla no devuelve nada, solo un reflejo, «multitudes de personas solas», dice Remedios Zafra en Ojos y capital, «Neutralizados todos y cada cual detrás de sus respectivas pantallas». Sujetas por el brazo de la segunda persona. Pero la individualidad no puede ser autónoma, puesto que las personas no somos autónomas. Nuestras vidas están enredadas.

«La escritura del yo es siempre un pacto para contar la propia vida», dijo Lejeune en 2002. La palabra escrita estaba empezando a notar los mordiscos de lo digital. El “yo” estaba en todas partes, pero ¿para quién se estaba escribiendo? O, en palabras de Lejeune, haciendo eco en toda nuestra realidad posindustrial: «¿Quién soy yo? ¿Quien es “yo”? ¿Quién dice “quién soy yo”?»

«Un autor no es una persona» sentencia Lejeune hacia la mitad de El pacto autobiográfico. «Es  una persona que escribe y publica. El autor se define simultáneamente como una persona real socialmente responsable y el productor de un discurso». Y ahora, en nuestra cultura de predominancia escrita y producción sin límite, todas somos autores, haciendo personas en el espacio autobiográfico que es Internet. Producimos y consumimos ese espacio, contribuyendo varias horas cada día. ¿Cómo ser socialmente responsable en esta situación cibernética? Personalmente, considero que tengo la obligación de sabotear las plataformas que se enriquecen de la desinformación, confusión y polarización. Mi sabotaje es no prestar ojos, no alimentar con contenido, no estar, no usar. En lugar de poner el cuerpo en los engranajes de la máquina para obligarla a detenerse, como clamó Mario Savio en su discurso de 1964, está el descubrimiento de que nuestros cuerpos son los engranajes, nuestro trabajo hace el aparato. Las maquinarias del ahora se paran con ausencia, poniendo el cuerpo en otra parte.

Sobre cómo ser ausente, cómo negarse a prosumir, reflexiona extensamente Jenny Odell en su imprescindible libro Cómo no hacer nada. Parte de ese “hacer nada” consiste en renunciar al movimiento perpetuo que exigen los ritmos digitales. Reclamar un espacio propio y compartido, libre de los valores impuestos por el capital. No hay una respuesta única ni definitiva, solo caminos esperando a abrirse. «Estoy menos interesada en un éxodo masivo de Facebook y Twitter que en un movimiento masivo por la atención: en lo que ocurre cuando las personas recuperan el control sobre su atención y pueden dirigirla de nuevo, en común». Nuestra atención da forma a nuestra presencia online. Odell afirma que podemos recuperar el control sobre nuestras segundas personas. Yo elijo creerla.