Parte 2: Amalek
Tras huir de Berlín pasando por Praga, Hannah Stern, nacida Arendt, se instaló en la calle Brancion de París durante la primavera del año 1939. Lo primero que hizo tras poner su casa en orden fue sentarse a escribir una carta al matrimonio Scholem, con quienes se había encontrado varias veces en Palestina, informándoles de su mudanza, los avances de su biografía de Rahel Varnhagen, y de cómo se encontraba su amigo en común, Walter Benjamin. Arendt había estado casada con uno de los primos de Benjamin, Günther Anders; compañeros de carrera en filosofía, habían huido juntos al exilio en 1933. Entabló una gran amistad con el escritor, al que admiraba genuinamente. Lo apoyó en lo material, introdujo su trabajo en todos sus círculos intelectuales, incluso le consiguió un visado americano in extremis, pero no pudo salvarlo. Tras la muerte de Benjamin, en otoño de 1940, la correspondencia entre Hannah Arendt y Gershom Scholem se volvió mucho más frecuente. Ponían en común el legado de su amigo, buscando su conservación y publicación. Ella misma había conseguido huir de un campo de concentración en el sur de Francia y se había vuelto a exiliar, esta vez en Estados Unidos con su segundo marido, Heinrich Blücher. En sus segundas nupcias conservó su nombre de nacimiento y, refugiada y apátrida, empezó a forjarse como una de las pensadoras más influyentes del siglo XX.
La relación entre Arendt y Scholem era intelectualmente enriquecedora, cariñosa a veces, pero solía tensarse; ambos eran intelectuales profundos y testarudos, así que sus desacuerdos no solían resolverse. Buscaban el consejo del otro, compartían manuscritos y contactos, y fundaron juntos la Jewish Cultural Reconstruction (JCR, Reconstrucción Cultural Judía) para la recuperación del legado judío expropiado por los nazis. Durante sus primeros años en París, Arendt trabajó para una organización sionista (Jewish Agency for Palestine) enviando refugiados judíos a Palestina. Su traslado a Estados Unidos marcó una separación evidente entre ambos, pero aún así siguieron escribiéndose y viéndose relativamente a menudo. Distanciarse de Europa y de Palestina permitió a Arendt reevaluar su compromiso con la fundación de un estado etnocrático; al contrario que Scholem, que se hallaba en el epicentro. Él había querido hacer una propuesta espiritual para el Medinat Israel que alejara al Estado del catastrofismo, pero prácticamente todos los sabios y luminarias que hubiera querido llevar consigo a Palestina habían muerto asesinados por los nazis… Y los supervivientes, como Hannah Arendt, se estaban alejando de él.
Con la caída del Tercer Reich y el fin de la II Guerra Mundial, la diáspora judía comienza a recoger los pedazos de su historia. Arendt inicia el primer gran estudio sobre el nacionalsocialismo apoyándose en su trabajo de campo con la JCR. Los conceptos clásicos para definir persecuciones, masacres y estados se quedan cortos; deberá reinventarlos. Sus estudios sobre el nacionalsocialismo, y posteriormente el estalinismo, la llevan a desarrollar una tesis sobre dominación total, denominada «totalitarismo». El estado totalitario es absolutamente poderoso en cuanto a capacidad de acción, pero el poder nunca es propiedad de una sola persona: pertenece al grupo, a la sociedad. Sin embargo, la sociedad puede ser sometida a un poder minoritario mediante la violencia. Esta instrumentalización de la violencia —ejemplificada, para Arendt, en los campos de concentración— requiere de justificación, ser legitimada ante quienes la ejercen y quienes la sufren. En el caso del antisemitismo, el desprecio por el pueblo judío se convierte en un programa de estado que, atravesando la exclusión social, termina creando un aparato de exterminio.
Los orígenes del totalitarismo, el libro donde reuniría sus investigaciones y conclusiones, se basa en parte en la máxima kantiana de la «maldad radical», que propone una tendencia natural hacia la maldad en la especie humana. Este es uno de los temas que más ha ocupado a los filósofos (y teólogos) de todas las épocas: el motivo de todo mal. Radical viene de raíz, se refiere al fundamento, la causa. El radix malorum era ya una preocupación de San Agustín allá por el siglo II. Existe otro principio teológico paralelo en el judaísmo: Amalek. En el Antiguo Testamento, Amalek era el nombre de un pueblo vecino a los israelitas que suponía una amenaza constante para ellos. Los amalequitas terminaron amalgamándose en una figura primordial, «la personificación» —dice la filósofa franco-israelí Eva Illouz— «del principio cuasiteológico empeñado en destruir a los judíos». Amalek mutó en un monstruo encarnado y plural, una amenaza permanente que cambia de aspecto con el tiempo: los romanos, los cristianos, la Inquisición; los guetos, los pogromos, el Holocausto.
En 1960, Adolf Eichmann es secuestrado en Argentina y trasladado al recién declarado Estado de Israel. Eichmann había escapado de Alemania poco antes de los juicios de Núremberg y adoptado una nueva identidad (aunque con poco rigor, ya que presumía de sus crímenes de guerra ante cualquiera que quisiera escucharle). Fue acusado ante el tribunal de Jerusalén de «participar de manera prominente en la Solución Final de la cuestión judía y por lo tanto en el plan estatal de exterminio de los judíos». Todo el proceso fue planeado por el primer Primer Ministro de Israel, David Ben-Gurion, para hacer Historia del sufrimiento del pueblo judío a merced del nacionalsocialismo: una manera de generar memoria colectiva de los hechos recientes. Hannah Arendt pidió el respaldo de la revista The New Yorker para acudir como reportera al juicio de Eichmann. Se lo concedieron.
En Eichmann en Jerusalén, sus reportajes sobre el proceso judicial que publicó como libro en 1963, Hannah Arendt actúa como historiadora del presente y del pasado, creando uno de los primeros documentos exhaustivos del Holocausto: sus bases, su trayectoria, sus consecuencias. Su lógica. Eichmann es solo un ejemplo de los cientos de miles de ciudadanos (alemanes pero también polacos, franceses, checos) que respondieron a las circunstancias e ideologías impuestas por el nazismo. La fiscalía israelí pretendía hacer de Eichmann un ejemplo, además de darle una razón simbólica al asesinato sistemático de millones de personas. Arendt veía en el Untersturmführer a un hombrecillo mediocre y oportunista que tomó la aniquilación de un pueblo por una empresa en la que ascender; nadie excepcional. Otro en su lugar —con sus aspiraciones de ascenso de clase, vanidad alimentada por el supremacismo y diversos intentos de carrera fallidos— hubiera hecho lo mismo. Esa era la tesis de Arendt, que parecía, dado su reportaje, francamente sorprendida de encontrar en Eichmann no a un hombre formidable, un enemigo temible en su crueldad y astucia, sino a un mequetrefe con delirios de grandeza.
La postura observadora y sardónica de Arendt indignó a muchos de sus congéneres, y sobre todo a muchos sionistas. Gershom Scholem enfureció, y así se lo hizo saber. Las cartas entre ambos, antaño tan cariñosas —«Querida Hannah» «Querido Gerhart»— fueron haciéndose menos frecuentes y menos íntimas desde que dieran por finalizadas sus actividades en el JCR en 1952. Peleaban con frecuencia debido al distanciamiento de Arendt del sionismo, y las discusiones se volvían más y más amargas. Cuando Arendt estuvo en Jerusalén durante el juicio, en 1961, no quisieron coincidir. Desde esa lejanía le escribió Scholem su antepenúltima carta: encolerizado por lo que él consideró una afrenta a su pueblo, a su país, a su orgullo. Intenta amedrentarla, corregirla, amonestarla; la trata con condescendencia, como si fuera su alumna y hubiera cometido un grave error en los deberes de Historia: «Tono cruel […] Estilo superficial […] exageración degenerada que muchas veces roza lo demagógico». La acusa de odiar a los judíos y de odiarse a sí misma. «Existe en la lengua judía algo que resulta difícil de definir y que es muy concreto, lo que los judíos denominan Ahabath Israel, amor a los judíos. Y de ello, querida Hannah, no puedo atisbar nada ni en usted ni en tantos intelectuales salidos de la izquierda alemana». Lamenta que haya mancillado su legado sobre el mal radical con un concepto, la «banalidad del mal», que él consideraba mucho más débil, una necedad. Y, como último clavo en el ataúd, le propone que esa carta y las que intercambien a continuación sean publicadas, dado su interés intelectual y filosófico. Quiso llevar al terreno público una enconada ofensa personal, tal vez para convencerse a sí mismo de que no era tal.
Arendt se tomó su tiempo en responder, y lo hizo punto por punto: preparó la respuesta subrayando y anotando la carta recibida. En primer lugar rechaza la caracterización de «intelectual de izquierda», replicando: «Si es que “procedo” de algún sitio, es de la filosofía alemana». Respecto al Ahabath Israel, afirma que no «ama» a ningún pueblo, y por tanto «en este sentido no “amo” a los judíos y no “creo” en ellos, sino que solo pertenezco a este pueblo de manera natural y fáctica». Impugna una a una todas las acusaciones, rematando: «Lo que le confunde a usted es que mis argumentos y mi modo de pensar no son previsibles. O, con otras palabras, que soy independiente». Le da la razón en una única cuestión: «He cambiado de idea» («I changed my mind»; en una carta en alemán escribió la frase en inglés, con su lengua mestiza de refugiada). Le dijo:
«Ya no hablo del mal radical. […] Efectivamente, a día de hoy opino que el mal siempre es solo extremo, pero nunca radical, no tiene profundidad, tampoco es diabólico. Puede devastar al mundo entero, precisamente porque sigue creciendo en la superficie como un hongo. Pero profundo y radical es siempre solo el bien».
La «banalidad del mal» no niega sus efectos, sino una concepción sobrenatural de la maldad. Es decir: Eichmann no era Amalek. Nada es Amalek. La leyenda de un mal primigenio que persigue al pueblo judío por los siglos de los siglos no ayuda a comprender las masacres de la Shoah; solo sirve para infundir un miedo totalizador en los supervivientes. Masha Gessen, de origen judío-ruso, cuenta en Bajo la sombra del Holocausto de esa historia, la que sostiene que cada generación de judíos se enfrenta a su propio Amalek, su propia amenaza metafísica, que «fue la primera lección sobre la Torá que recibí en la vida». Se encontraba, junto a su familia, en un arrabal de Roma poblado por refugiados judíos de la Unión Soviética. «Esta leyenda tuvo mucho sentido para mí… Tenía catorce años y la soledad me consumía. Nos sabía víctimas, a mi familia y a mí, y Amalek infundía en esa sensación de victimización un significado plural y un sentimiento de comunidad».
Fue esta crítica radical al origen del mal la que hizo la amistad entre Scholem y Arendt, a la postre, insostenible, ya que encerraba una crítica irreconciliable a la razón de ser del Estado de Israel: con el objetivo de prevenir su aniquilación, los judíos deben estar preparados para contraatacar en todo momento. Negar la causa de fuerza mayor, en la opinión de Scholem, suponía una afrenta contra la ya de por sí amenazada existencia judía en Palestina.
«Es una ironía histórica no menor que los primeros sionistas eligieran como tierra para su proyecto nacional un territorio reducido e inserto en una extensa zona dominada por árabes y musulmanes, ninguno de los cuales tenía muchos motivos para dar la bienvenida a un puñado de personas de Europa Oriental respaldadas al principio por una potencia colonial extranjera» señala Eva Illouz. Sobre ese territorio, Scholem sostenía que «la historia de los judíos era la historia de la Biblia, no la historia del país en el que vivían: la geografía que conocían no era la de Polonia o Marruecos, Francia o España, sino la geografía de este país». El país pasó de llamarse Palestina a Israel, y sus principales enemigos, la nueva iteración de Amalek —«la historia de la Biblia»— eran sus vecinos árabes. «El recuerdo judío de Palestina es una realidad» afirma Scholem, y citando al estadista Jaim Weizmann, apostilla: «El que recuerda tiene un derecho». Niega, acto seguido, la presencia y la memoria árabe nativa en Palestina. Su expulsión queda justificada: su único objetivo es ser la amenaza de una nueva generación judía.
Hannah Arendt rechazó este principio. No negó el horror de lo que había pasado en la Shoah—¿cómo podría hacerlo, habiéndolo vivido en sus propias carnes?—. Lo que sí negó fue la excepcionalidad del pueblo judío, señalando que su destrucción «se convierte en el ensayo emblemático de la posible destrucción de otros grupos étnicos, y cómo el poder sin control puede elegir lo que le conviene suprimir. La destrucción de un grupo parece anteceder a la supresión posible de cualquier otro grupo al azar», tal como lo resume la académica chilena Carla Cordua. Arendt se vio obligada a explicarse una y otra vez, incomprendida a pesar de la claridad de sus ideas, adelantada a su tiempo. «Lo que quiero es comprender», diría hacia el final de su vida. «Y cuando otras personas comprenden, en el mismo sentido en que yo he comprendido, esto me produce una satisfacción que es como un sentimiento de pertenencia». Hasta en eso se vio exiliada.
Lo opuesto a la comprensión es el miedo. Arendt miró el horror, lo encaró de frente y buscó la manera de desactivarlo, reconociéndolo como ordinario, prosaico. El poder del miedo, así como el poder de la violencia, responde a interacciones humanas y presiones sociales. «Pocos jefes de Estado elegidos legítima y democráticamente han utilizado el miedo con tanto descaro como Benjamin Netanyahu», dice Eva Illouz. «Comprendió que el miedo es el núcleo del alma israelí y la utiliza de forma implacable, manipuladora, para sus propios intereses electorales». Las menciones a Amalek son frecuentes en los discursos de primeros ministros y presidentes de Israel, en sus declaraciones de prensa, en sus himnos militares. Pretenden pelear contra un monstruo hecho de miedo.
En su última carta a Gershom Scholem, tras la cual abandonaría de manera definitiva su correspondencia, Hannah Arendt se explica de nuevo y por última vez. «La expresión “banalidad del mal” la ha malinterpretado de nuevo. Se trata de que el mal es un fenómeno de superficie, no de que se “banalice” o se le quite importancia. Lo contrario es cierto. Lo decisivo es que gente completamente mediocre, que por naturaleza no eran ni malos ni buenos, hayan podido causar un desastre tan atroz».
Bibliografía
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