Catacumbas
Tuve una fuga de agua en mi anterior apartamento, parte de un edificio construido en 1911 en el distrito 20. La pared se llenó de agua, y a continuación de moho. Viví allí con la pared creciendo y supurando durante tres meses. Prosperó más que yo.
Después de la inundación, algunas baldosas empezaron a levantarse de forma muy sutil, como rebelándose contra sus juntas sin llegar a romperlas. Cuando el perito del seguro vino a valorar los daños, y hubo acabado de examinar las bolsas de agua del techo y el sospechoso color de la pared, le indiqué los cambios en las baldosas con preocupación. El hombre se agachó, le dio un golpecito con su bolígrafo a la elevación y dijo con una sonrisa: «No preocuparse, señorita. Eso es sólo que el edificio se ha movido».
Debajo de la ciudad de París hay una ciudad de túneles. El subsuelo ha sido excavado hasta los límites de su capacidad, obligado a acomodar metros, trenes, y explotaciones mineras que perduran desde la época romana. La improbabilidad de esta estructura hace que todo lo que sostiene en la superficie se tambalee en un bascular constante que lo mismo mueve unas baldosas que abre una calzada en dos.
París está llena de grietas. A veces creo que me voy a caer por ellas.
Transito subsuelos con demasiada frecuencia. En la ciudad, a diario, en el metro o el tren o cualquier otro de los conductos que la agujerean. En la tienda en la que trabajo, también casi a diario. Cuando me pierdo con el carrito en los túneles de la planta -2 y tengo que pedir ayuda no siempre encuentro quien me la preste.
El pasado diciembre bajé a las catacumbas clandestinas. Antes rastros de la minería de piedra caliza, ahora divertimento para urbanitas que ya tienen la superficie muy vista, las catacumbas se acceden a través de compuertas escondidas a plena vista en las calles de los distritos del sur. Sus entradas parecen alcantarillas, o cierres de instalaciones eléctricas; un toque conocedor con una palanca al uso abre un túnel vertical con su escalera de asas. Adéntrate si te atreves.
Lo primero que debes saber si quieres bajar a las verdaderas catacumbas es que tienes que hacerlo con alguien que las conozca. Hay mapas, fáciles de encontrar por internet, elaborados por aficionados y amantes del subsuelo, pero la mayoría son inútiles porque están desactualizados. Los túneles de las catacumbas son estructuras muy antiguas y frágiles que se inundan, o derrumban, con mucha facilidad. Es necesario saber de antemano que partes son accesibles y cuales no si no quieres ponerte en peligro.
Mi guía connoisseur se llamaba Justine. Justine baja a las catacumbas al menos una vez por semana, con equipo de espeleología y pantalones de pesca incluidos. Actualiza a los mapas y encuentra nuevos accesos y grutas. Sus instrucciones fueron simples: seguidme, no os separéis, responded cuando pregunte qué tal vais para saber que seguís conmigo, y no luchéis contra el agua.
Las escaleras de asa están húmedas y resbaladizas, así que aseguramos nuestra bajada con cuerdas de rápel. En algunos tramos no había asas y alguien había colocado una escalera de peldaños en su lugar, sujeta de una forma poco convincente. Para soportar la bajada, intenté no pensar en la caída, intenté no pensar en los esclavos romanos que habían bajado por esa misma garganta sin cuerda, intenté no pensar «¿Cuánta gente se habrá matado haciendo este camino?» mientras la sangre se agolpaba en mis sienes y apretaba demasiado los dientes. Apoya un pie, apoya el otro. Baja una mano, baja la otra mano.
En algunos túneles el agua nos llegaba a la cadera. No luchar contra el agua significa acudir seguras de que íbamos a mojarnos, a avanzar lentamente y con gran esfuerzo. Había rastros de otras presencias en aquellas grutas: bicicletas públicas abandonadas, a veces recubiertas de un caparazón de barro. «Son obras de arte moderno» reía Justine. Me pregunto si será algún tipo de iniciación entre los exploradores de catacumbas: arrancar una bicicleta de su anclaje, llevarla hasta los túneles y aparcarla allí. Había muchas, y parece casi imposible llevarlas ahí abajo de una pieza.
Desde los años 80, las galerías altas de las catacumbas se utilizan como punto de encuentro excéntrico. Las raves fueron relativamente frecuentes durante esa década, y aún hoy se hacen, pero su popularidad les ha hecho perder encanto, muertas de éxito. Las galerías son espacios en ocasiones inmensos y están profusamente decoradas, cubiertas de grafiti, mosaicos, pequeños delirios de creatividad de sus habitantes ocasionales. La obra que más me llamó la atención fue un minotauro, moldeado a partir de una columna de soporte con el mismo barro que nos llegaba por las rodillas. El minotauro sujetando la ciudad con una sonrisa burlona, pintado en mil colores.
Hicimos un picnic en una de esas galerías, acompañados por otro grupo de aventureros con el que nos topamos de casualidad. Lo que más sorprende de las catacumbas, sin duda, es lo transitadas que están por los vivos. Compartimos comida y charlamos con los nuevos colegas, unidos por la coincidencia de nuestro encuentro. ¿Qué hay de atractivo en bajar al inframundo? Puede que el sueño de desaparecer, perderte por sus túneles y convertirte en otro. A la media luz de la linterna puedes ser lo que quieras, empezando por alguien intrépido que no le tiene miedo a nada, ni a los derrumbamientos, ni a los resfriados, ni a la leptospirosis. Todos estábamos allí porque queríamos ser valientes.
Mi experiencia en las catacumbas no se diferencia demasiado de mi experiencia en la superficie. Ambas son lugares lúgubres, incómodas y húmedas. Atravesar cualquiera de las dos conlleva un gran esfuerzo. De vuelta entre los edificios que se mueven, mi conocimiento de la fragilidad de la base que los sostiene no me ayuda en nada. Supongo que todos tenemos nuestras catacumbas, pero no la posibilidad de lucirlas con tanta naturalidad como París.